¿Y qué clase de sufrimiento eres? Por tu nombre llamo a esta tortura digna de la inquisición.
Tú podrás reírte todo lo que quieras, corazón, pero no tienes idea de lo que causas en mí.
Yo aquí, con tu cabeza en mi hombro, despeinándote el cabello con mis dedos, contándote las pestañas mientras duermes, leyendo y releyendo tus rasgos como mi libro favorito, mientras tu respiración -el sonido más relajante- me arrulla.
Te veo tan apacible e indefensa que podría profanar tus labios y robarme eso que tanto deseo de ellos.
Es una tortura incomparable, peor que no poder dormir en días, peor que las voces que me atormentan a todas horas, tenerte así de cerca y no poder probarte, más aun siendo mi sabor preferido.
¡Qué tortura es tocar con las yemas de mis dedos aquello que tanto anhelo!; tus labios de durazno, suaves y fríos, casi puedo saborearlos en mi boca, pero no tengo el privilegio de probarlos ahora.
Y tú sigues ahí, apacible, inhalando y exhalando al compás de los minutos; ausente de la realidad, ignorando mi dulce agonía.
Excelente día,
Iván Hernández.